Críticas

Jonathan Pocoví, mestizo mediterráneo.-

Jonathan Pocoví es un funkie con conciencia. El músico valenciano guarda la misma solvencia que el Mediterráneo a la hora de asimilar culturas: entre la canción de autor y el pop, entre aromas de jazz y décimas de ida y vuelta con Cuba y media América, sabe que los ritmos de Brasil nacieron en Africa y que a los seres libres les gusta bailar “El vals de los desobedientes”.

Ese es el título de su último disco, su tercero de estudio: letras disidentes pero sin sermones, bajo una constante invitación a la vida. Y armonías mestizas por un tubo, aunque coherentes siempre, reflejo de una trayectoria que le ha llevado a colaborar con autores tan diversos como Sole Giménez, Javier Ruibal, Santiago Auserón, Jorge Drexler, Leo Minax, Pavel Urkiza, Javier Álvarez o Luis Pastor entre otros.

Hay una frescura insolente en los temas de Pocoví, un descaro con buena educación, una madurez insensata que destila buen rollo y mala leche, con un ojo puesto en Krahe y otro en Juan Perro: en su última obra, se rodea precisamente de Santiago Auserón, de Javier Ruibal y de Javier López de Guereña en los arreglos de metales, como principales coordenadas de por donde transcurre su actitud ante la música.

Cuida a sus músicos porque cuida la música: Carlos Sanchís, Luis Prado, Vicente Sabater –en hechuras de productor–, con sus acordeones o sus serruchos, sus pianos, sus guitarras Archtop, sus baterías y sus poderosos contrabajos.
Es, por lo demás, un todo terreno que lo mismo compone bandas sonoras que se bate a diario en un grupo de whatsapps dedicado al noble deporte de urdir espinelas.

En su biografía y en su discografía, Pocoví canta y cuenta a la vida moderna, al negocio de la canción o a sus negociantes, con tan variados personajes como en cualquier copla y un tímido coqueteo con el rock. Lo raro es que de tanta mezcla salga un producto cohesionado y Jonathan Pocoví, en si mismo, lo es: hijo de su oído, padre de su instinto. Tiene gracia y contundencia, sin complejos, sin postureo: alguien de otro mundo o de otro tiempo. Pero vive en éste y lo hace más limpio.

Juan José Téllez

***

“Soy una especie de cantautor, pero con un poco más de marcha”. El autorretrato que ofrece Jonathan Pocoví a modo de presentación no anda escaso de sorna, lo que siempre vimos como un espléndido punto de partida.
Lo misterioso es que este valenciano de 45 años siga habitando ese angosto y restringido limbo de los “círculos de entendidos” a la altura de su tercer álbum, de material muy sólido, producción espléndida y padrinos de alto copete. Quién sabe si ha pecado de discreto o de periférico, o si simplemente le fue esquiva la suerte hasta ahora, pero Pocoví merece un hueco clamoroso en la primera división de nuestra canción con firma propia. Y este fino alegato en pro de la desobediencia (intelectual y civilizada) debería romper de una vez ese halo de anonimato que le ha venido rodeando hasta ahora.
Jonathan canta bien, escribe aún mejor, se rodea de músicos espléndidos, confía a Javier López de Guereña (el lugarteniente mayor
de Krahe) los suculentos arreglos de metales y reúne a dos voces con muchísimos galones, las de Santiago Auserón y Javier Ruibal, como invitados de postín. ¿Se puede pedir más? No: solo la oportunidad de ser escuchado. Ahí se refrendará la minuciosidad de una escritura que hila fino, mira a Latinoamérica y encuentra en Auserón/Juan Perro, precisamente, su referente primordial. A veces, hasta en el timbre de la voz; a menudo, en la inflexión de las frases. Hasta la rima por esdrújulas en Automático, el excelente primer corte, es eminentemente juanperrista.
El negocio de la música, el tema con el ídolo zaragozano, repasa las bestias negras del gremio (los representantes, la promoción, el público, la crítica, el ninguneo) a partir del humor y no de la autocompasión. Pero el gracejo aún es más desopilante en El gimnasio, la única letra que delega: nadie puede superar en guasa a Javier Ruibal, que comparte honores en esta crónica sobre los horrores de esas máquinas de tortura para tonificar nuestros cuerpos depauperados. La historia es impagable: el protagonista, desesperado por sus fracasos, acaba llevando a su gimnasio a los tribunales y adelgaza más con el trajín judicial que con la bici estática.
Más allá del relumbrón de las firmas ilustres, no deja Jonathan margen al flanco débil. El vals titular es una preciosidad afrancesada (acordeón y serrucho, ambos a cargo de Carlos Sanchis) que invita a dejar de quejarnos en el refugio de la habitación para “patalear”. Zapatear en lugar de asumir una nueva trágala. Pero aún es más exquisito otro ritmo ternario, Todas mis vidas, que echa el talón en formato de guitarra y voz.
Es la excepción desnuda, porque el trabajo es un dechado de arquitectura sonora medidísima. El inalcanzable Luis Prado rubrica algún piano, las programaciones corren por cuenta de Vicente Sabater y, en general, la plana mayor levantina asoma aquí y allá, incrementando lustre y solvencia. Quizá escuchar un álbum tan inteligente sea, frente al reguetonismo, un sabio ejercicio de desobediencia.

Fernando Neira (El País, La Ser)

***

Cuando los músicos no son muy conocidos, sucede que los oyentes (más desconocidos aún) ponen sus discos en cuarentena. A ver qué pasa. Con los poetas, creo, pasa igual.
Pero en la poesía y en la música la relación calidad-fama (o «popularidad») no es perfecta ni directamente proporcional. Un libro (o un disco) casi siempre debe esperar a ser legitimado por algunos factores legitimantes per se: un gran sello editorial o discográfico, una buena crítica, los mass media (del tipo que sean). Solo una vez legitimados por uno de ellos, o por varios, los desconocidos oyentes y lectores sacan de cuarentena al autor y al disco (o libro) y comienza otra historia. Sirva esta pequeña disquisición (que tenía ganas de soltar hace rato) como introito para este comentario al vuelo que pretende ser una reseña de –y hacer justicia a– un disco que llegó hace poco a mis manos y que se ha convertido en el protagonista de mis horas de ocio (o incluso de trabajo).
Hablo de «El vals de los desobedientes» de Jonathan Pocoví, un cantautor que, además de buen artista y buena persona, es un amigo de nueva adquisición al que aprecio muchísimo. Tal vez por eso tengo ya su disco –soy de los primeros–; y tal vez por eso no lo puse en cuarentena nada más llegarme.
«El vals de los desobedientes» (un disco producido con Crowfounding en octubre de 2020 y grabado en Millenia, Valencia, «de la mano del gran Vicente Sabater») es un disco lleno de hallazgos poéticos y de atrevidas poéticas musicales. Sí, «poéticas musicales», más que propuestas, arropado Pocoví por grandes músicos como Lucho Aguilar, Edu Olmedo y Javier López de Guereña, además de por dos prodigiosos invitados: don Javier Ruibal y don SanFago Auserón. En este disco –no conozco los anteriores: es un amigo reciente– Pocoví se atreve con todo: swing, rock, samba, vals, funky, country y hasta algunos acordes de tumbao sonero, muy disimulados. Pero yo no voy a hablar como músico, que no lo soy, sino como oyente disfrutón de lo bien hecho. De la música ya hablarán otros: yo hablaré del Todo.
En un tema como «El acento» Pocoví nos invita a bailar «como si no hubiera un mañana» porque “ya vendrá el dolor para nublar, a lo peor, el sol de tu ventana», y mientras canta, por la forma en que canta, uno parece estar viéndolo bailar a su lado.
Cuando oigo a cantar Pocoví en este disco me sucede algo raro: me acuerdo del más irónico Sabina, el Sabina que decía aquello de que «a esta canción / para ser comercial / le falta un buen estribillo». Sin embargo, he ahí lo curioso, las canciones de Pocoví sí Fenen. Estribillos, digo. Aunque no a la usanza. Será eso, digo yo. Tienen estribillos que van al origen eFmológico del termino, que son más estribos que “illos”. Y en esos estribos musicales nos subimos todos, moviendo la cabeza y los pies, dejándo nos llevar a buen término. «Mira lo que pasa en cualquier calle, en cualquier plaza /abre bien los ojos a la realidad», dice el poeta y al poco rato «que ya vendrá el amor para endulzar tu corazón y subir las persianas». «Cada cosa Fene su argumento, su lugar y su momento / el asunto está en determinar en dónde pones tú el acento», dice el poeta, casi filosofando, y cuando uno cree que acabó el estribillo llega un último verso (¿con puntos suspensivos?), un verso remolón, el último: «lo demás lo lleva el viento».
¿Pero cómo puede ser esto un estribillo?, me pregunto. Hace unos años, le dije a mi amigo (y maestro de todos) Silvio Rodríguez, que él sin querer había inventado el «anti- estribillo». -¿Cómo?, dijo Silvio. Con La Maza, le dije, un estribillo que todo el mundo comienza, pero que nadie termina, aunque todos tarareamos los versos que no nos aprendemos: «qué cosa fuera / la maza sin cantera / un lalalelo la lelo lalalala…» Y Silvio sonríe. Pues, Pocoví no llega a tanto, pero el estribo de su «Acento» es un estribo solo porque se repite, para que lo sigamos, y lo peor: cuando ya uno Fene el pie en el segundo estribo, el muy cabrón acaba el tema. Una joyita lúdica y minimalista. Anoten.
Luego está «El progreso», con ese arranque brasileño y esa letra irónica entre Krahe y Albert Pla (sin tanto humor, claro). «El progreso» es un tema narrativo (¿progresivo?) y veladamente antidarwinista, con un toque de crítica burlesca (Drexler, ¿estás ahí?) que (y esto es ya subjetivo) se queda corto: cuando acaba el tema da la impresión de que el progreso no ha llegado del todo.
Y una de las joyitas del disco es «Automático». Todo el disco Fene algo muy metálico –este tema más–, algo de gran fábrica que nos recuerda Tiempos modernos o Metrópolis. Chaplin, Lang, Krake, Pla, Drexler: cuantos referentes, ¿no?. Un hombre culto el Pocoví. Pero lo mejor de este tema es el hermoso uso de las esdrújulas. Tiene versos como puños («si la rutina te atraviesa el alma como una espina / es conveniente que te subas al primer autobús») que pasan inadvertidos en su limpieza enunciativa precisamente gracias a estar realzados, custodiados, por esas «automático», «órbita», «cálculos», «océano», «nítido») que abren «camino hacia la luz». Si algún tema demuestra la madurez de Pocoví como creador (compositor, poeta, músico, intérprete) es este. Ah, y un aplauso en solitario para el solo del saxo final. Tan solo, tan saxo.
Un temazo que (en lo privado) han aplaudido artistas como Drexler, Ruibal, Fernando Lobo, Nano Stern y muchos otros cantautores (¡bendita Guasa decimal!) es «Preposiciones indecentes». Desde el mismo juego de palabras del ktulo (guiño cinéfilo), hasta la travesura filológica del uso preposicional, esta canción juega con el adulterio («No les voy a mentir / me voy feliz, soy casi todo dientes») y para ello Pocoví se inventa un envidiable personaje poemático («la catedrática García»), que hace el resto para que el autor nos regale otra juguetona y canalla canción (más Sabina imposible), con «matrícula».
Gozosa es «Quédate en casa», la única que conocía antes de estar en disco. La oí cuando la estrenó en pleno confinamiento. Aquí vuelve el Pocoví irreverente y guasón, aquí sí con un estribillo-estribillo, creciente y contagioso. Recuerdo el video-clip familiar que hizo y sonrío mientras oigo-bailo el tema. Y lo gozo, y me dan ganas de hacer absolutamente todo lo que pide que hagamos, pero no puedo (estoy improvisando una reseña): así que me limito a bailarlo en el asiento y a repetir el estribillo: «quédate, quédate en casa, quédate, quédate en casa».
«Todas mis vidas» es de esos temas que te agarran con su aire de tango, te Fran en el sofá, y te noquean con un solo verso: «he descorchado una nueva niñez». Me encanta. También yo pongo todas mis vidas a saltar de cuerda en cuerda, de guitarra en guitarra. También yo «sigo sintiéndome como un patán». También yo «brindo por todas las manos perdidas» y «por todos los besos ganados». Aplausos.
¿El vals de los desobedientes? No siempre la canción que da ktulo a un disco (o el poema que da ktulo a un libro) emocionan al oyente o lector como pensó el autor cuando le puso el brazalete de capitán de equipo. Pero aquí sí sucede. Vaya nostalgia, Pocoví. Vaya vals tanguero te has montado, vaya coreograma de las palabras y las notas.
Si oyes el vals (lo juro) y miras a la vez el diseño minimalista y feliz del disco (otro hallazgo), ves moverse a Pocoví (lo juro), lo ves bailar solo, «fingir y actuar, lánguido y paciente », un milagro musical casi cuántico. Y entonces te dejas llevar por «el vals de los
desobedientes». Otra joyita.
En «el gimnasio» vuelve el Pocoví juguetón, esta vez con un aliado de lujo, ese niño grande gaditano de apellido Ruibal, el camaleónico Ruibal, que cada año está más joven (por cierto). Y aquí juegan los dos, en el gimnasio, y adelgazan los dos, divirtiéndose y divirtiéndonos. «Yo no voy a ese gimnasio y mira si estoy cañón», gritan a dúo y los oímos sudar, y sonreímos.
Lo de «El negocio de la música» lo dejé para el final porque merece párrafo aparte.
Este es el tipo de canción anecdótica y autobiográfica que tanto gusta a todos y en el que ha contado con la complicidad de Santiago Auserón. Pero qué complicidad, qué dupla, qué deleite de juego-denuncia entre un consagrado-no-consagrable del star-system español y un por-consagrar-tampoco-consagrable, porque las consagraciones oxidan, no oxigenan. Y aquí vuelven las esdrújulas. Ojo: ¡Pero qué finamente! Yo soy un fan de las esdrújulas, lo confieso, pero a la vez soy su más acérrimo crítico. Y en este tema (se lo dije a Pocoví no más oírlo) el artista logra el milagro de un estribillo esdrújulo perfecto, que no parece estribillo ni esdrújulo y he ahí su perfección. «Que
me apadrine Chayanne y me critique la crítica / y que me acose algún fan con peticiones insólitas / Que se aproveche de mí alguna gran discográfica / Yo digo a todo que sí, a ver si entre la farándula / alguien me puede explicar cómo funciona el negocio de la música».
¿Alguna vez han oído hablar de la u ajirafada de Vallejo? De César Vallejo, el portentoso poeta peruano, no de Vallejo el bolerista ni de Buero, el dramático. En una de las metáforas más interrogantes e intrincadas de Vallejo hablaba de una «u» ajirafada.
Una letra «u». Y se refería (imposible saberlo) a un pregonero de su pueblo que vendía «buuuuuuuuuuñuelos», así, con muchas «u», con un sonido «u» que al niño César (y al poeta Vallejo cuando se hizo adulto) se le antojaba largo como un cuello de jirafa. No recuerdo dónde leí esta anécdota, pero es bellísima (Vallejo en estado puro).
Pues bien, con el uso de las esdrújulas en el estribillo de esta canción me pasa lo mismo.
Pocoví logra rimas «ajirafadas» más allá de las vocales tónicas y la estructura morfológica de las palabras. Dice «téeeeeecnica», dice «estéeeeetica», dice «práaaaaactica», dice «críiiiiiiiiiitica», dice «insóooooooolita», dice «faráaaaaaandula» y «discográaaaaaaafica», para rimar con «música», así, en seco, de manera que las rimas (esto le encantaría a Domínguez Caparrós) en «écnica», «ética», «áctica», «ítica», «ólita»,«ándula», «áfica» y «úsica» no son ni quiera asontantes (con la excepción de las dos primeras) ¡pero parecen todas consonantes!, crean una sóoooooolida sensación de plenitud acúuuuuuuuustica. Una maravilla. No sé si me explico, pero yo me entiendo.
Oigan la canción y déjense guiar por Vallejo, no por mí. Es simple. Debo aclarar, también, como le dije a Pocoví por teléfono, que el empleo de rimas esdrújulas en la poesía rimada pasó de ser un descubrimiento en el Siglo de Oro, a un divertimento entre los poetas románticos y modernistas, a un lucimiento entre poetas menores que no habían leído ni a modernistas ni a románticos, a un ingenuo juego de creatividad verbal y gimnasia fónica entre poetas y cancionistas de este siglo. Nada desdeñable como juego, claro, pero como en todo juego, si se abusa de él, uno se aburre. Pues bien, todo esto la jirafa pocovina lo evita en «El negocio de la música».
En resumen, El vals de los desobedientes es un disco de los que se agradecen, de los que hacen falta, de los que puedes poner en casa o en el coche tantas veces al día como te recete el médico. Un disco para salir de todos los confinamientos (sociales, amorosos, morales, políticos). Un disco irreverente y divertido, lleno de buena música y de buenos versos, de buenas voces y de buenísimos arreglos e interpretaciones instrumentales.
¿Qué más se le puede pedir a un disco? Ah, sí, que sea barato. Y lo es. Y que se encuentre fácilmente. Y también: solo hay que buscar a Jonathan Pocoví en sus redes, a él, Pocoví, no a las grandes discográaaaaaaficas, y no por los ambientes de la gran faráaaaaaaandula. Porque Pocoví es de los artistas que pertenecen al primer párrafo de este texto.
Es más, una confesión final. Esta reseña la empecé a escribir hace unos minutos solo porque el poeta José María Pérez Markn (gran sonetista) y yo comentábamos en Facebook lo dimcil que es lograr en España que se publiquen reseñas sobre los libros de uno, si no uno no es un autor del Grupo Prisa (por ejemplo). Y Pocoví comentó: «lo mismo pasa con los discos y la Warner». Y yo le respondí: «mismo perro con el mismo collar», e inmediatamente pensé: «Vaya, pero si tengo su nuevo disco, si lo he escuchado varias veces, si me encanta, ¿por qué no le escribo una reseña?» Y ya está. Aquí está. Sin que nos apadrine nadie. Solo la buena múuuuuuuuuuuuuusica!
Alexis Díaz-Pimienta

***

Yo vi a Jonathan Pocoví

Por María Esteban / Amanda Sorokin

Me permito introducir esta reseña de temperamento epistolar con un juego de palabras prodigioso, segura de que a nadie se le ha ocurrido antes que a mí, que nadie más que yo ha percibido que el apellido de Jonathan se presta de manera natural a ser utilizado en una aliteración, políptoton o rima improbable. Y más segura aún de que no se interpretará como una forma de burla o desapego en lo que escribo. Los juegos de palabras te sitúan a medio camino entre la gloria y el bochorno, y Jonathan sabe apreciarlos (y jugarlos) mejor que nadie.

Hace meses o años que le debo un texto a Jonathan Pocoví. En realidad, esta es una práctica que deberíamos trabajar con todos a los que queremos, en vez de perdernos en juegos de palabras: dedicar a nuestros amigos esta forma particular de tiempo. No limitarnos a verlos siempre que nos sea posible, o a colaborar en sus campañas de crowdfunding con mayor o menor entusiasmo pecuniario; sino sentarnos a pensar en ellos, y obligarnos a formular lo que nos aportan. Cada cual tiene un lenguaje para expresar sus pasiones. El mío es este.

Se da la casualidad de que Jonathan escribe. Marisa escribe. Julia y Diana, si aún no lo hacen, escribirán, y se convertirán en autoras deslumbrantes. Yo también escribo. Otros no lo hacen, pero todos tenemos una obra que ofrecer a los demás. A veces toma forma de libro o de disco, otras veces son solo conversaciones vertidas en cualquier contexto, o una presencia silenciosa. Pero no me parece algo muy diferente de un libro. Es el legado de cada uno.

Se da la casualidad de que Jonathan escribe, y también canta y compone. Todo de maravilla, por cierto. E intento rememorar cuál fue el primer atisbo de su legado que llegó hasta mí, cuándo dejó de ser solo un nombre dentro de una comunidad músico-poética que ya conocía, y a la que años después denominaría “Alexisfera”. Recuerdo a Jonathan allá por la primavera de 2021, en un encuentro de Guasa Decimal que se celebraba en El Corte Inglés de Callao. Y lo recuerdo pasando por mi lado rápidamente en la fiesta de clausura del Proyecto de Investigación de la UNED al que ahora pertenezco, PoeMAS, cuando este cerraba su primer trienio. Quizás hablamos, no sabría decirlo. Recuerdo haber percibido en él bonhomía, discreción, elegancia. Cualidades que captan la atención de cualquiera que sea medianamente sensato. A lo largo del año siguiente, estuve en varios conciertos de Jonathan, en un Libertad 8 abarrotado, en una Fídula-Déjà Vu satisfactoriamente llena. Nos vimos también en Valencia, después de un concierto de Ruibal en el que él había participado. Esa noche fue importante para mí, porque descubrí el genio de Diana, y también porque compartí con Javier un plato de gambas al ajillo. Otra vez me acerqué a saludarlo después de un Libertad al que yo no había podido asistir, y que se había desarrollado con la única presencia del protagonista y sus músicos invitados, del no menos perseverante Julián y nuestro común amigo Juanlu Mora. Entiendo que a eso se refiere Jonathan cuando titula así a su (por ahora) único poemario, Entre la gloria y el bochorno. Es un tema recurrente en su literatura (pienso, por ejemplo, en la canción que da título a Plan de vuelo). Y lo hace sabiendo que los demás no vemos nada de bochornoso en lo que hace, que todos defenderemos a capa y espada su legitimidad para seguir publicando canciones y poemas, incluso le rogamos que siga haciéndolo, porque sabemos que solo se superará en el disco siguiente. Nada hay de falsa modestia en ese título, solo la honestidad de un sentimiento, tan comprensible como injusto en un creador que sube la nota media de cuanto se escribe en lengua española en el mundo. Y puedo sentirme orgullosa de haber sabido verlo a tiempo, igual que lo ha visto Pepa Fernández, que es poco sospechosa de tener un bagaje musical limitado, y Javier Ruibal, que tiene los ojos y los oídos hechos a la mejor literatura. Nosotros lo hemos visto. Hemos visto a Jonathan Pocoví.

Volviendo a nuestra historia personal, el caso es que, en una suma de breves encuentros, siempre con más gloria que bochorno, Jonathan y yo nos fuimos haciendo amigos. Apenas nos conocíamos cuando, el año pasado, lo acogí en mi casa madrileña por un par de noches. Y a ese primer atisbo de bonhomía, discreción y elegancia se fueron sumando nuevas percepciones. Por ejemplo, cierto instinto para la nobleza. Un optimismo solo atribuible a quienes son verdaderamente sabios. Un concepto de la libertad que nada tiene que ver con la idea adulterada que muchos hacen de la palabra, vinculándola a la noción de deslealtad o inconsecuencia. Y un sentido del humor arriesgado e incomodante, nunca ofensivo, tan refinado como absurdo. Sucedió también que los dos animales que en ese momento convivían conmigo, un hámster astrónomo y una perra anciana, desarrollaron espontáneamente predilección por Jonathan. No es que quiera yo ahora convertirlo en San Pocoví de Asís, pero algo revelaba también sobre él, sin duda positivo.

Solo hace tres años que conozco a Pocoví. Y gran parte del tiempo total compartido ha transcurrido en una barra de bar, o mesa de restaurante abarrotada. Y, aun así, yo le he revelado alguno de mis secretos. Y él me ha obsequiado a cambio con el regalo más descomunal que estaba en sus manos hacerme: invitarme por sorpresa a ingresar en Guasa Decimal, y pelear el sí de cada uno de sus miembros. Al final (o al principio, dado que este texto tan bonito tiene como principal objeto consolidar esta amistad sólida pero incipiente), aquella suma de percepciones ha ido tomando la forma de una gran masa compacta y dorada, que todo lo cubre, y no es otra cosa que gratitud. Por eso no dudé en participar en el crowdfunding de Erre que erre en cuanto supe que existía. Me demoré mucho más en preparar un texto para él. Jonathan es muy buena gente pero también un tanto codicioso, porque, dado que preparo una tesis doctoral en la que él constituye una de las figuras centrales, resulta más bien irónico que espere de mí más textos, más análisis que ese. Pero esta semana he terminado (por fin) de leer su poemario, y he aprovechado para reescuchar su discografía. Y vuelvo a encontrarme con algo que el propio Jonathan destaca en su prólogo al decimario pandémico de Luis María Pérez Martín: la capacidad de haber escrito exactamente lo que quería decir. Y con eso que tanto envidio yo de integrar en la perfección formal el lenguaje plenamente cotidiano, desdibujando los límites entre la alta poesía y la conversación distendida entre amigos. La sensibilidad para reconocer cuándo una palabra sobra, y adivinar que, en poesía, todo lo que no suma resta; por eso no encontraremos en sus textos nada que les reste liviandad o sume amaneramiento. Y celebro esa tendencia suya a citar a quienes quiere y admira con nombre y apellidos, porque con ello nos regala a sus lectores un encuentro fortuito con esos mismos nombres, que puede llegar a iluminar una mañana. Descubro en sus poemas y canciones a alguien que ama a su familia y conoce los mecanismos del deseo. Que se sobrepone con inteligencia al hartazgo y la desconfianza que le generan la vida moderna y las redes sociales. Alguien con una conciencia social sobredesarrollada, que nada tiene de estético, sino que deriva directamente de la empatía. Un autor que explora las vías posibles hacia la innovación formal sin caer en el efectismo. Encuentro verdad y lucidez en sus palabras, lugares donde reconocerse, ficciones que se desarrollan en el paraíso o a la orilla del retrete, porque Jonathan también ve poesía en lo escatológico, y a algunos (por ejemplo, a mí) nos parece mejor que fenomenal.

En el futuro recordaré los años de la tesis como un periodo apasionante y convulso, en el que se obraban sucesivamente los milagros, y Jona tuvo un papel fundamental. Seguramente, diré que leyéndolos a ellos se renovó mi imaginario. Que aprendí que la vida es eso que transcurre entre concierto y concierto de Javier Ruibal, y que Jorge Drexler siempre tiene razón (aunque nada nos quite el derecho a cuestionarlo), y que solo por compartir siglo con Alexis Díaz-Pimienta hemos nacido bendecidos. Hasta entonces, voy aprendiendo a reivindicar a quien lo merece, a mirar allá donde otros no miran, y a focalizar las lealtades. Por eso, seguiré repitiendo ese nombre en cada congreso, seminario o donde narices me permitan hablar de este tema que empezó siendo un foco de interés y ha terminado por fagocitar mi vida. Porque yo sí, yo sí. Yo vi a Pocoví.

Madrid, 5 diciembre 2024

***

Jonathan Pocoví, la banda sonora de la vida sin cuartel

El intérprete y compositor valenciano Jonathan Pocoví ha llegado al cuarto piso de su vida con un álbum, “Erre que erre”, que no sólo demuestra su persistencia, contra viento y marea, en el tornadizo universo de la música. También, exhibe su precisa identidad, casi artesana, a la hora de escribir canciones que, como su propio nombre índica, constituyen esos pequeños milagros que conjugan letra y música en una atmósfera que apela a nuestra emociones.

Grabado en monoaural, este cuarto nuevo álbum tras esa joya titulada “El vals de los desobedientes”, está coproducido por Vicente Sabater –que ya asumió las coproducción de ese disco anterior– y parte de una premisa que Pocoví dejó clara desde el primer momento en que afrontó este proyecto: “La decisión de producir el álbum en mono no es solo una elección técnica, sino una invitación para que sintáis la música tal como yo la siento, para que escuchéis exactamente el mismo disco que yo”.

En el equipo musico habitual, reincide Luis Prado –con sus teclados Hammonds, Rodhes, Wurlitzers y Honky–, con el virtuosismo acreditado de José Recacha en las guitarras eléctricas y acústicas solistas, junto con Edu Olmedo –batería, tabla de lavar, panderetas y palmas–. Lucho Aguilar, en los bajos eléctricos y la propias cuerdas de Pocoví –guitarras eléctricas y acústicas, pero también ukelele–.

Su contenido nos brinda otra vuelta de tuerca, más perfeccionada, en torno a lo que viene suponiendo su carrera artística, basada fundamentalmente en su profundo sentido del mestizaje: junto a un cameo con el compositor brasileño Leo Minax, este “Erre que erre” brinda un muestrario de su heterodoxia musical, que se basa en el cuidado de los textos pero con un abanico musical que nos habla tanto de sus gustos como de sus intenciones creativas, que parten de la saludable costumbre de no ponerse límites.

Como el título de una de sus nuevas canciones, Pocoví es un “activista del placer”: del placer de dialogar con un abanico de melodías que provienen de ámbitos muy diversos y que integran su formación heterodoxa, de la que hace gala en sus colaboraciones, bajo el título de “Pocovisión”, que nos regala en el programa “No es un día cualquiera”, de RNE, bajo la dirección de Pepa Fernández.

Todo ello, Pocoví lo arropa con el abrigo de la sencillez. No hay sombras pretenciosas sino genuinas en sus arreglos, pero nos brinda la posibilidad de viajar, en clase turista, entre el rock and roll y el blues letal del porvenir bailado sobre un glaciar, la música étnica o el jazz, lo que le convierte en un indiscutible hombre de su tiempo, artífice de un pop tan jovial como sabio, cargado de letras a flor de piel, sin estridencias, eleva a un plano general vivencias particulares, a veces teñidas de una ironía sutil, agridulce, sin ánimo de grandilocuencia y con un desenfado que ya constituye la marca de su casa.

No es flor del azar, sino de una larga formación autodidacta pero que perfeccionó con estudios de guitarra clásica o armonía moderna, así como un feliz viaje literario, que le acredita, por ejemplo, como experimentado decimista, a la sombra del magistral apóstol de la espinelas, Alexis Díaz Pimienta, aunque con sobrada personalidad propia.

Así las cosas, tanto en el pentagrama como en sus versos, Pocoví ensaya un himno para la gente corriente, esa clase media a la que no sacuden grandes acontecimientos y que constituye la columna vertebral del planeta. El único mensaje tozudo –erre que erre– de sus coplas, estriba en la filosofía epicúrea que, en su caso, se basa en la máxima de que la vida es el mejor antídoto contra la muerte. En “Pecado digital”, viene a insistir en uno de sus principios inamovibles, el de elegir entre el deseo de una pantalla y la realidad de las ventanas, entre   “seguir en Babia o salir a ver el mundo que se extiende por doquier”.

Su repertorio discurre en torno al amor, tan personal como transferible, individual, binario o colectivo aunque a sabiendas de que “el amor es un juego/ que nadie puede ganar./ Es hambre para luego./ Arena y cal”.

La letra de la canción más personal, en este álbum de canciones personalísimas, no la ha escrito Jonathan Pocoví, pero le retrata a la perfección. Es obra del poeta vasco Luis María Pérez Martín, se titula “Banda sonora” y pasa revista a su biografía personal desde la infancia a la madurez, pasando por la juventud, que “fue un rock and roll,/un laberinto mágico y febril”, cuando la única consigna fue la de “chiquillo, tienes que vivir”, porque solo la muerte no tiene cura:  “Suena la banda sonora de la vida sin cuartel –nos canta–,/ mientras gira el carrusel juguetón del azar./ Toda la vida es ahora,/ no la dejes escapar. Suene Ruibal o Ravel, lo que importa es bailar”.

Y nosotros bailamos con este “Erre que erre”, que tiene más de voz que de eco, que nos abre una salida de emergencia contra el ensimismamiento y nos desvela la prueba de cargo de que Jonathan Pocoví es un todoterreno que atraviesa autopistas y carreteras secundarias, sin derrapar, con un indudable sello de calidad y de atrevimiento.

Juan José Téllez